miércoles, 24 de julio de 2013

Esperanza

Ha ocurrido siempre. Esto que me pasa debe ser de nacimiento, no sé. Aunque, claro, no se manifestó hasta que ya estaba bien mayorcito, con diecinueve exactamente.
No me andaré con rodeos. Asesino a toda mujer con la que me acuesto.
No es algo de lo que me sienta orgulloso, por supuesto. Más bien lo contrario, me avergüenzo profundamente. Es una tortura para mí, un suplicio, una maldición qué sé yo.
Cada vez que ocurre pienso que va a ser la última, deseo con todas mis fuerzas que no vuelva a pasar. Pero la escena siempre acaba igual. Casi como un calco. Son muchas las mujeres con las que comparto sábanas. Y en todos y cada uno de los casos, mis manos terminan rodeando su cuello, apretando con saña hasta la asfixia tras habernos fundido en el orgasmo.
Después de cada asesinato, me siento una mierda. Un capullo. Eso es lo que soy. Me aterroriza acostarme con una mujer. Pero no puedo evitarlo. Qué hijo de puta. Una y otra vez.
 Algunas son simples ligues de una noches, otras son mujeres a las que he amado durante semanas, tal vez meses. ¿Saben lo duro que es verlas agonizar entre mis manos? Me engaño a mí mismo. Pienso que esta vez no va a ser así, que la maldición ha terminado. Pero todo se repite. Es tan débil el equilibrio.
Llevo casi un año saliendo con Sara. Nos conocimos en una charla en la universidad. Dios, es tan guapa. Creo que la quiero. Estoy enamorado. Ella prefiere ir despacio, y yo siempre he respetado sus deseos. Nuestros encuentros hasta ahora se han limitado a besarnos y algún que otro magreo en el parque del Rondo. Pero este fin de semana sus padres están fuera y me ha invitado a dormir. Ella ya me ha insinuado que esta va a ser la noche. Y yo ardo en deseos de tenerla entre mis brazos.

Esta vez será distinto.